Ni tan siquiera había llegado a sonar el despertador. Un día más Ricardo, a pesar de haber dormido muy pocas horas, se había anticipado al  zumbido de tan desagradable artefacto. Su pareja seguía roncando a su lado; ya no le molestaba el sonido de sus ronquidos, tras tantos años había llegado a acostumbrarse. Sin encender la luz caminó hacia la puerta de la alcoba, para dirigirse al baño. Su pie derecho tropezó con un taburete, costándole un gran esfuerzo no chillar por el dolor. Desconectó la alarma; siempre la misma rutina. En el exterior la oscuridad aún reinaba sobre las calles desiertas. A tan temprana hora, las 4 de la madrugada, nada ni nadie deambulaba por la costera población donde residía, y menos en la época invernal. De repente se sobresaltó al encontrarse frete a aquel anciano que con mirada cansada, pero también sorprendido, estaba frente a él. Era difícil adivinar quién de los dos estaba más estupefacto ante la presencia del otro. Ricardo le miró fijamente a los ojos, intentando penetrar en el interior de tan inesperado visitante. Unos ojos que le resultaban familiares; pero no así aquella cara con semblante adormecido, con poblada barba canosa y coronada por una testa despoblada de cualquier indicio capilar. Su corazón latía aceleradamente fruto del sobresalto, mientras intentaba averiguar si se trataba de una pesadilla o era realidad lo que estaba contemplando. No, no hacía falta pellizcarse, era realidad, estaba completamente despierto, los dedos del pie derecho aún le dolían de haber tropezado con el taburete de la habitación, al andar descalzo en busca de la salida. Cuando pudo articular palabra, increpó al inesperado personaje: -¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? -¿No me conoces? – Respondió tranquilamente el anciano - ¿De verdad no sabes quién soy? Resultaba extraño, muy extraño, el anciano le hablaba, pero su boca no se movía. Aquella voz tranquila y serena sonaba dentro de Ricardo, el cual miró a su alrededor para comprobar si podía provenir de alguna otra parte; pero no, la voz nacía dentro de él mismo. Era la misma sensación que si escuchara sus propios pensamientos. -Pues yo si se quién eres tú. Tú eres Ricardo. Te conozco desde hace mucho, mucho tiempo. Se podría decir que te conozco de toda la vida. Ricardo estaba completamente desorientado, pues no sabía que estaba sucediendo. No podía haber entrado nadie en la casa, ya que de ser así lo habría detectado la alarma que recién acababa de desconectar. El anciano le siguió hablando -Te recuerdo de pequeño, muy pequeño. Eras, como tantos otros, un enclenque niño de la posguerra; nacido en el ámbito de una familia humilde, que tenía que hacer malabares para poder tener un plato de comida caliente en la mesa cada día. Plato que en muchas de las ocasiones era fruto del llamado “estraperlo” y de largas colas con la libreta de racionamiento en la mano. “Te recuerdo cuando en el colegio los curas te recriminaban una y otra vez por tus pecados y los malos tratos y abusos que infligías a los más pequeños.” “Te recuerdo llorando la noche en que murió tu madre y el juramento que no fuiste capaz de proferir. Te sentías tan culpable que aún hoy no has podido liberarte de tanta culpa.” “Te recuerdo en la muerte de tu padre, al que injustamente llegaste a dar la espalda hasta en tan lúgubre momento y al que hiciste la vida imposible, engañándole y robándole.” “Te recuerdo en tus malos tratos hacia tus hijos empleando los más duros de los castigos sin justificación alguna” “Te recuerdo en aquel momento de desesperación en el que quisiste quitarte la vida, no para liberarte de tus sufrimientos; tus intenciones eran más malévolas ya que pretendías  herir a los que te querían.” “Te recuerdo en tu lucha interna por satisfacer aquellos placeres que te estaban prohibidos y que sin embargo nada hacías por reprimir, dando rienda suelta a tus más bajos instintos.” “Te recuerdo en tu guerra abierta por ser mejor que los demás, pero no sobresaliendo por ti mismo, sino utilizando las peores de las artimañas para desmerecer a los que te hacían sombra.” -Sigo sin saber quién eres y que es lo que quieres.- Replicó Ricardo. Otra vez la misteriosa voz sonó en su interior a pesar de que el anciano no movía sus labios: -Es la hora -¿La hora de qué? -La hora de responder por todo lo que has hecho. Ricardo intentó justificarse: -También he hecho cosas buenas. ¿Acaso no recuerdas…? –Pero no supo continuar - Mira tus pies.-Le ordenó el anciano Ricardo sintió como unas manos le sujetaban los tobillos con gran fuerza y tiraban de él como queriendo hundirle en lo más profundo del suelo. Eran unas manos grandes y arrugadas en las que pudo distinguir, en uno de sus dedos un sello que conocía muy bien: Era el sello de su padre. -Ahora contempla tus manos.- Siguió diciendo la misteriosa voz. Sus muñecas estaban siendo asidas por otras manos más pequeñas con un anillo que también conocía, el anillo de su madre. En esta ocasión las manos le estiraban hacia arriba, como si quisieran elevarlo hasta lo más alto. Su cuerpo empezó a experimentar una gran tensión debido a las fuerzas contrapuestas que estiraban de sus extremidades. La respiración se le hacía cada vez más difícil y a pesar de que quería gritar, de su boca no salía ni el menor sonido. Ya no escuchaba los ronquidos provenientes del dormitorio, ni sentía el frio de la helada mañana. Tan solo podía ver la cara de horror del anciano visitante que seguía increpándole: -Yo soy… Tú. Eso es lo que eres ahora, un pobre viejo decrépito al que le ha llegado el momento de rendir cuentas. En aquel momento Ricardo comprendió que el anciano que veía no era otra cosa que su propia imagen reflejada en el espejo del baño. Pocas horas después el silencio de la madrugada se vio interrumpido por un grito de horror que profería María, la esposa de Ricardo, cuando contemplaba en el suelo del baño el cuerpo de su marido partido en dos y bañado en un gran charco de sangre con todas las entrañas desparramadas por doquier. Junto al malogrado cuerpo cientos de añicos del espejo del baño hacían aún más dantesca la imagen. Ricardo asistía sin llegar a dar crédito a la espeluznante escena mientras seguía escuchando aquella voz que le recordaba una y otra vez: -Es la hora de responder de todo lo que has hecho. Una parte de él seguía siendo empujada hacia lo más profundo, mientras la otra intentaba elevarle hacia lo más alto. Era una lucha interminable que seguía causándole un gran dolor en lo más profundo de su ser. Aquellas manos no cesaban en su afán de llevárselo hacia su dominio. De repente un intenso sonido le invadió y algo, o alguien, sacudía su cuerpo: -Ricardo despierta ¿Es que no oyes el despertador?- Le decía su esposa mientras no paraba de zarandearle. Todo había sido una mala pesadilla, aunque parecía tan real como la vida misma, incluso aún le dolían los dedos del pie. Ricardo paró el despertador, se levantó, paró la alarma y se dirigió hacia el baño, no sin antes tropezar, como lo hiciera en su pesadilla con el taburete; entró en el baño y al mirar al espejo descubrió aquel mismo rostro que viera en el mal sueño. Se trataba de su propio reflejo, pero no pudo evitar la tentación de preguntar: -¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? Pero en esta ocasión la respuesta fue distinta, solo escuchó una gran carcajada, aunque la imagen del espejo seguía inalterablemente seria, al igual que lo estaba él. María se levantó sobresaltada al escuchar el gran estruendo provocado por el espejo del baño al romperse en mil añicos. Cuando entró en el baño su grito desgarrador rompió el silencio de la madrugada.